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Paloma.
Un hombre llamado Bernardo vivía en una casa de campo con una gallina de nombre Paloma, como su difunta mujer. Era una gallina joven, todavía sin la cresta y la papada rojas, y completamente blanca; en ella sólo destacaba su fino pico amarillo, que hacía juego con sus patas. Bernardo cuidaba de ella como quien cuida de un gato o de un conejo de indias, y hasta le explicaba las novedades de las que se enteraba cuando iba hasta el pueblo para comprar en el mercado.
Una noche, puso una sartén al fuego con aceite de oliva y cebolla picada para hacerse un sofrito que diera sabor a un plato de macarrones que pensaba prepararse como cena. Al abrir un armario para sacar el frasco donde los guardaba, se le cayó una bolsa de maíz seco que ni recordaba cuánto llevaba allí. Cayó sobre el mármol y se abrió, y cientos de granos de maíz, duros como piedrecitas, saltaron por toda la cocina. La gallina, acostumbrada a seguirle por toda la casa, se acercó a picotear. Mientras él, malhumorado, intentaba recogerlos del suelo haciendo montoncitos con las manos para no pisarlos, la cebolla que se doraba a fuego lento desprendía su olor dulzón en el ambiente.
De repente, rompieron el silencio varias detonaciones seguidas que lo asustaron, y el susto fue doble cuando, al incorporarse, vio saltar en todas direcciones desde la sartén algunos objetos voladores no identificados. La gallina, excitada por las explosiones, se le metía entre las piernas al correr de un lado para otro. Bernardo se apartó de los fogones cuanto pudo, pisando los montoncitos de maíz y, cuando a los pocos segundos recobró la compostura, comprendió lo que estaba ocurriendo. Los granos habían caído dentro de la sartén y, con el calor, parecía que se abrían y salían disparados. Se quedó observando cómo alguno todavía saltaba, y cogió uno al vuelo para observarlo y apagó el fuego. Parecía una nube de algodón o una seta blanca deformada, y en un lado conservaba un pedazo de cáscara amarilla.
Como olía bien y tenía hambre, se la metió en la boca (la nube o seta que no era nube ni seta) y la notó calentita. Percibió cierto sabor a cebolla y una textura blanda, y sintió en seguida que se le deshacía sobre la lengua. Tras llegar a la conclusión de que le faltaba sal, sonrió, miró a su gallina y exclamó: “¡Mira Paloma, hemos hecho palomitas!”
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Escrito a petición de Christine B., una niña de unos 34 años que siempre lleva palomitas en el pelo.
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