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Cuando pasé por al lado de Marta me di cuenta, por el volumen de su vientre, de que era a ella a quien buscaba. Le faltaba poco para dar a luz y, según me habían dicho, la mujer con quien tenía que hablar estaba embarazada. Me presenté y hablamos unos minutos del asunto que yo debía resolver. Ya la había visto meses atrás pero no sabía que era ella, y me pareció atractiva porque tenía buen tipo pero, aunque de cara no era fea ni mucho menos, tenía una expresión seria y sin el encanto que suele llamar mi atención. Mientras hablábamos, se me ocurrió que en cuanto diera a luz estaría más hermosa que nunca, y me planteé cometer la osadía de soltárselo. Entonces imaginé su vida, pensé en el padre de su hija, (“cuando nazca la niña”, dijo), en su amor, en la ilusión de parir, en todas las novedades, preocupaciones y ocupaciones que le esperaban en los meses siguientes. Me pregunté si mi comentario iba a resultar un simple cumplido que pronto olvidaría o si, por el contrario, se escondería en algún lugar de su mente para reaparecer en su recuerdo un día cuando lo necesitara, o si tal vez, por extraños motivos íntimos, podría llegar a ser una interferencia en sus sentimientos. Pensé que si era una mujer con las cosas claras y con sus necesidades afectivas cubiertas, mi atrevimiento le parecería en el fondo propio de un estúpido, o de un gamberro en lo sentimental. Pero, si no lo era (entramos por las grietas), ¿podía yo tener derecho a turbarla en esos momentos? La conversación acabó, el asunto quedó resuelto. “Pronto vas a estar más hermosa que nunca”. Le sonreí, me di la vuelta y me alejé. Finalmente no se lo dije.
Bueno, lo cierto es que sí lo hice.
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